jueves, 29 de diciembre de 2022

Fuera de servicio.

La película finalizaba con Balto abrazando a las dos partes de su naturaleza: la del perro y la del lobo. Yo me siento en el mismo limbo que él pero aullando a una luna fuera de servicio y sin auroras boreales que anuncien la vuelta al hogar. 

A veces me abrazo a mí misma en un arranque de autocompasión y fantaseo con interactuar con la niña alegre de mi pasado para decirle lo increíblemente única que me parece. Inmediatamente después me miro en el espejo y la imagen del presente me devuelve un sentimiento de fracaso y desolación total fruto de una vida desquiciada y desgastada. Justo en ese instante, aunque no quiera, aflora en mi mente como un germen aquel video de los suburbios de internet en donde once miembros de una familia hindú mueren ahorcados en el techo de su salón como consecuencia de una especie de ritual desarrollado por ellos mismos.

"...entonces es verdad que estoy loco, entonces soy efectivamente el lobo estepario que tantas veces me he llamado, la bestia descarriada en un mundo que le es extraño e incomprensible, que ya no encuentra ni su hogar, ni su ambiente, ni su alimento". - Hermann Hesse

El Chico (Borradores 2014).

Parecía increíble, pero pese a todos mis esfuerzos por evitarlo haciendo un repaso de las distintas técnicas de relajación, pocas veces en la vida había alcanzado tales niveles de nerviosismo. Él no miraba jamás a la cara, y eso en cierto modo hacía el proceso más sencillo a la par que complicado: Por un lado, no estaba expuesta a unos ojos expectantes a la espera de que yo, con mi torpeza singular fuese capaz de verbalizar alguna oración con sentido, pero por otro, su mirada huidiza e inquieta situaba a El Chico en otro planeta muy lejos de aquí en donde la comunicación podría llegar con ciertas interferencias. En cualquier caso, me armé de valor y con un hilito de voz casi inaudible le dije “Voy a echarte de menos”. No obtuve respuesta, El Chico no hablaba, pero de alguna manera yo percibía que él estaba contento con mi compañía, haciéndome partícipe de la tranquilidad y el silencio del momento, que me animaba incluso a entonar algunas cancioncillas mientras balanceaba sus manos al ritmo de la melodía.

Siempre fui soñadora, imaginando mil y una alternativas paralelas a una realidad tangible que poco o nada tenían que ver con ella. “Complejo de exclusividad” lo denominó un compañero de clase, perteneciente como yo, al colectivo de quasi psicólogos de la universidad. Pero lo cierto es que por alguna razón, El Chico me hacía sentir especial, envolviéndome en una complicidad difícil de determinar pero presente en el ambiente, en cada uno de sus silbidos sordos, o en la manera en que zarandeaba la cabeza cuando escuchaba alguna melodía pegadiza mientras exclamaba con una voz aguda y cómica  “¡Piru, piru, piru!”.